jueves, marzo 29, 2007

Mami, tenías razón

Esta historia está dedicada con todo el cariño a mi madre, principal paladín a la hora de intentar conseguir que me nutriera en condiciones equilibradas y mi padre como fiel escudero, dando caña también.


La vida en casa, mientras estamos de forma forzosa, ya nos la conocemos, mama hace la comida, y si no esta entre nuestros 4 platos favoritos (en mi caso son: libritos, pizza, canelones y jamón serrano), le toca pelear para que nos comamos el primer y el segundo plato.


“¡AARRGG!” pienso yo

“¿Judías verdes?”

”¿Pero que crimen tan imperdonable he cometido para que me tengas que condenar a comer esto?”


Este es un pequeño dialogo interior que se va repitiendo a lo largo de mi infancia y adolescencia, no poseo la experiencia suficiente como para ver que es lo que intenta mi madre, que no putearme, sino algo mucho mas importante pero que no soy capaz de comprender, todavía.


Llega la universidad, me voy de casa, todo es “fantabuloso” , el primer año en la residencia me tengo que pelear con lo que me sirven en el comedor, a parte de no gustarme, pésimamente cocinado, sin el amor que le da mi madre a sus platos, pero todavía no aprendo.


Hora de ir a un piso de estudiantes. “Ya soy un hombre” o eso es lo que me creo, con 20 años y poco mas que argumentar a mi favor.

Descubro cosas terribles, la ropa no pasa del suelo del cuarto al armario, dobladita, por arte de magia. Comienzo a darme cuenta de la existencia de un invitado nunca deseado, llamado polvo. La nevera no se llena sola de las cosas que me gustan (por suerte, de las que no me gustan tampoco). Y por último, la comida no se hace sola.


Uno no lo ve, piensa que se las apañará y olvida pronto a su mentora. Ahora donuts, pizzas a tutiplen, fritos, carne de cerdo... cuando quieres reaccionar, no puedes, eres 8 kilos mas lento. ¿Mecagonlaleche que ha pasao? ¿Tal vez será la dieta? Los kilos y kilos de macarrones con tomate frito que me he zampado, filetes rebozados, patatas fritas, snacks...


Un buen día, decides que la cosa no puede seguir así, y mas cuando compruebas que tus vaqueros favoritos te cortan la respiración y la circulación hasta que dejas de sentir los dedos de los pies.


Toca confeccionar una dieta equilibrada, pero no tienes ni idea de por donde comenzar, lees por ahí, consultas un poco.


Te hablan de ensaladas, verduras, carne a la plancha (al principio crees que la plancha será algún animal de granja), moderar las cantidades, etc, etc, etc.


Comienzas por lo que te gusta, la pasta, comienzas con los experimentos en la cocina. destierras el tomate frito para siempre y te comienzas a volver un maestro de la cocina. Salsita de nata y setas, sofrito de verduras al estilo de la abuela. Pasas a la carne, pato a la naranja, merluza en salsa de almendras.


Pero eso no basta, te cansas de los mismos ingredientes base, pasta y carne, pffffff. Un paseando por el supermercado (un sitio fascinante, cuando la nevera deja de ser mágica, te pasas por allí y puedes comprar de todo para llenarla tu mismo), descubres algo que hace tiempo que no pruebas. En la EGB las llamaron “ legumbres”, y tengo vagos recuerdos de haberlas comido en casa con mis padres, lejanos recuerdos ya.


Te arriesgas, para acompañarlas, te inspiras en la foto de un bote que hay de lentejas en lata marca “mamma mia” y ves algunas verduritas, chorizo y panceta.


¡Ostras! Están de vicio, verdaderamente deliciosas. Te preguntas porque pasada la veintena tienes que descubrir que adoras las lentejas y las judias blancas. Con los garbanzos no puedo, verdaderamente me superan.


Estás contento, amplias tu dieta, mas sabores, mas texturas, mas recetas. Pero notas que te falta algo, el cuerpo te pide “algo” que no eres capaz de reconocer.


Vas dando palos de ciego por el supermercado, intentas descubrir que es lo que te falta, que necesitas para sentirte completo de nuevo. Reparas en una zona del super que no sabías que ni existía. “Ver...du..ler..ía” Cuesta leerlo, esa palabra suena tan lejana en tu memoria, pero aun así te suena vagamente familiar. Estás dispuesto a arriesgarte, miras frenéticamente a un lado y al otro “hay muchas cosas” pienso, tengo que decidirme por algo, el tiempo se agota.


Veo unas bolsitas con algo llamado “Iceberg” y me hace gracia, compro unos tomates y marcho tranquilo a comprar. Al llegar a casa, veo en un anuncio de la tele (seguramente de alguna cosa macrobiótica) un cuenco con esas hojas que he comprado, tomate hecho daditos y un combo de aceite y vinagre al lado. Mi mente privilegiada asocia los elementos a una velocidad vertiginosa y preparo una ensalada. Hace por lo menos 5 años que no como ninguna, y menos por propia voluntad. Comienzo con cautela, pero probada la primera hoja, soy consciente de que me gusta lo que noto, y comienzo a devorarla. Repito dos veces mas, estoy lleno y soy consciente de que es algo sano y delicioso.


A estas alturas de la historia, nuestra querida lectora, será consciente de que me preocupo por mi dieta y procuro que sea lo mas equilibrada posible.


Pero no se lleven al engaño, todavía faltaba le algo importante por descubrir a nuestro protagonista (yo mismo, el de la foto del perfil).


Ese momento de revelación suprema, se dio hace apenas una semana, se cerró el círculo, descubrí la última pieza del puzzle... ¡sentí que quería comer pescado! Por propia voluntad y sin que nadie me apuntara con un revolver a la cabeza.


En ese momento, la conexión hijo-madre que compartimos desde el mismo momento de mi existencia, le envió un profundo y sincero mensaje de agradecimiento por todo lo que había hecho. Que al fin había recogido sus frutos, y de paso, que le diera un par de besos también a mi padre.


Es lo que hay, me siento contento de haber conseguido cambiar una parte de mi persona para bien.


Ahora como de todo, no me privo, sin excesos y el cuerpo y la mente lo agradecen mucho.


Saludos a todos los que me lean, y particularmente a Patri, que ha sido una agradable sorpresa en mi vida para poder darle caña al blog otra vez.